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Cómo derribar las fortalezas

Foto del escritor: Marlon CoronaMarlon Corona

En la Biblia, el apóstol Pablo describió el sentir del Espíritu Santo cuando uno de los hijos de Dios desobedece o tropieza con el pecado.


Él dijo, en Efesios 4:30:

“Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”.

El pecado es un acto de desobediencia que entristece a Dios.


Como sus hijos, debemos apartarnos de tales ofensas y comprometernos a llevar una vida que le agrade y le complazca solo a Él.

La palabra “Fortaleza” que tanto hemos usado a lo largo de esta semana en este tema, fue empleada para representar la lucha y el esfuerzo que se tiene que hacer para vencer estos pecados.

Debido a que el pecado construye fortalezas en la mente, en el carácter, en los afectos y en los deseos, estas no se van de nosotros solo por pedirlo o quererlo.


El pecado debe enfrentarse hasta que haya sido conquistado y doblegado.


No obstante, aunque todos los cristianos luchamos contra el pecado, son pocos los que conocen cómo debe ser tratado.

Si fallamos en tratar el pecado bíblicamente y, por nuestra parte, tramamos de vencerlo basándonos en nuestro propio razonamiento, viviremos en un ciclo terrible de derrotas y fracasos.


Un joven me describió la manera en la que él había estado luchando contra cierto pecado durante los últimos años.


Él me decía que, cuando la tentación aparecía, él podía resistirla por algún tiempo hasta que finalmente cedía y caía en el pecado.


Después de pecar, avergonzado y deprimido, pasaba días sin orar y sin leer su Biblia, llegando incluso a ausentarse de la iglesia.


Después, pasados algunos días, poco a poco comenzaba a sentir la necesidad de volverse a Dios.


No obstante, enfrentaba todo tipo de pensamientos de culpa y condenación que no lo dejaban orar en paz.

Como podía, se reponía de la situación, oraba y le prometía a Dios que nunca más volvería a fallar con ese pecado.

Durante algunos días experimentaba cierta seguridad, hasta que la tentación comenzaba a aparecer y el ciclo anterior se repetía sin cambios.


Muchas personas, al igual que este joven, viven atrapados en un ciclo vicioso en su lucha contra el pecado.


Pecan, se levantan, se debilitan y vuelven a pecar.


Esto se debe a que no conocen el camino que Dios ha trazado para que enfrentemos el pecado y obtengamos victoria continua sobre él.


Desde luego, el pecado crea fortalezas en el interior de una persona y para vencer sobre ellas uno tiene que emplear la estrategia de la Palabra de Dios.


Entonces, ¿qué pasos debemos seguir para derribar dichas fortalezas de nuestra vida?


El pasaje de Proverbios 28:13 nos arroja bastante luz al respecto de cómo debemos tratar y enfrentar el pecado.


El pasaje dice así:


“El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”.


De este pasaje podemos aprender una gran lección para nuestra vida espiritual.


El primer paso que debemos dar al tratar con el pecado es el arrepentimiento.


No debemos encubrir nuestros pecados sino que debemos dar paso al arrepentimiento.


En otras palabras, para que podamos derribar las fortalezas espirituales que tanto nos afligen, primero debemos arrepentirnos sinceramente de nuestros pecados.

Pero, ¿qué es el arrepentimiento y cómo puede tener lugar en nuestra vida?


El arrepentimiento no es otra cosa sino “un cambio de mentalidad” o “una transformación en la manera en la que percibimos las cosas”.


Su definición bíblica proviene de la palabra “Metanoia” que se traduce como “una transformación en la manera de pensar”.


Muchas personas fallan porque, aunque se sienten remordidas y culpables al pecar, no cambian su mentalidad acerca del pecado ni renuevan su entendimiento acerca de él.


Permítame darle un ejemplo acerca del cambio de mentalidad.


Hace 500 años, la humanidad pensaba que la tierra era plana.


Sin embargo, después de los estudios de Galileo Galilei se demostró que la tierra era un “globo” y no un plano sostenido por cuatro tortugas en sus extremos, como antes se creía.


Anteriormente, debido a la manera de pensar, las personas temían navegar más allá de lo que sus ojos veían por temor a “caer” en el vacío.


Pero cuando se confirmó la redondez de la tierra, la perspectiva marítima y de navegación cambió.


Descubrimos que el mundo no es un plano y que no hay bordes por los cuales caer.


Al comprender esto, los marinos se aventuraron a surcar el mar sin temor a caer por uno de sus extremos.

Algo similar tiene qué ocurrir en nuestra mente en cuanto a lo que pensamos sobre el pecado.


Debemos darnos cuenta de que el pecado ofende la santidad de Dios y que la ira de Dios viene sobre “toda impiedad e injusticia”, como lo dice Romanos 1:18.


Es importante que estemos conscientes de que el pecado es una ofensa abierta contra Dios.


El salmista dijo (Salmo 51:4):


“Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio”.

Antes de ser una ofensa contra la sociedad o contra nosotros mismos, el pecado es una ofensa terrible ante Dios.


Al comprender esto, debemos abandonar decididamente el pecado.


Nuestra opinión sobre el pecado tiene que cambiar.


No es bueno ni prometedor como nos asegura.


Un hermano de la iglesia cuenta la historia de que en cierta ocasión, cuando se encontraba vacacionando en la playa, se subió a un inflable en el cual se recostó y se durmió por unos minutos.


El oleaje suave, el sol y la brisa hicieron que él se relajara al punto de cerrar los ojos y quedarse dormido.


Sin embargo, cuando abrió los ojos estaba tan lejos de la orilla que sintió una angustia terrible.


Se había alejado tanto que todos lo perdieron de vista.


Mis amados, el pecado es así.


Nos hace creer que nos dará la satisfacción que tanto anhelamos, que estaremos mejor si lo seguimos.

Nos convence sutilmente de que su camino es mejor.


No obstante, cuando nos damos cuenta, nos encontramos lejos de la tierra firme de la paz y de una vida limpia.


El pecado es atentar contra Dios.


Es destructivo pues destruye nuestra mente, nuestra dignidad, destruye hogares y arruina futuros.


Es degenerativo porque nos lleva cada vez más a un estado deplorable y miserable.


Además, es esclavizante, pues el pecado nunca es un siervo ni una mascota. Siempre se enseñorea de quien lo practica.


Por lo tanto, no podemos ser aliados del pecado ni consentirlo.


Una vez que reconocemos el pecado y cambiamos nuestros pensamientos acerca de él, debemos proseguir a humillarnos ante Dios.

Este es el segundo paso que debemos dar para enfrentar el pecado.


Humillarnos ante Dios significa estar dispuestos a recibir su corrección.


Mire, una persona puede conocer sus pecados y estar consciente de ellos para después llenarse de orgullo, arrogancia y obstinación, mientras que otra puede conocer sus pecados y humillarse.

¿Qué clase de persona es usted?


Hace tiempo vi un video, en donde un hombre confesaba haber asesinado a su esposa.


Este hombre hizo algo tan terrible como quitarle la vida a su mujer, debido a que la encontró con otro hombre.


Cuando el hombre, quien estaba frente a las autoridades, confesaba su crimen, añadió la frase: “Pero no me arrepiento”.


Su rostro estaba inerte, sin emoción, frío.


Una persona puede confesar sus pecados y sus crímenes y no estar arrepentida.

Pero siempre que estamos arrepentidos seremos movidos a la confesión de nuestros pecados.


El solo hecho de decir lo que hemos hecho mal no alcanza para cumplir el requerimiento de 1 Juan 1:9, que dice:


“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.

¿Qué significa, entonces, confesar nuestros pecados? ¿Es solo decirlos? No, es más que eso.


La confesión mencionada por el apóstol Juan se refiere a un total acuerdo con Dios.


Es decirle al Señor:


“Dios, sé que aborrecer el pecado. Sé cuánto lo detestas. Y yo lo detesto también. Sé cuánto lo odias, y yo lo odio también. Estoy convencido de que es algo terrible”.

Esta debe ser nuestra actitud al confesar nuestros pecados, más que una confesión fría y carente de significado.


Las personas que se llenan de orgullo, en lugar de reconocer sus pecados, los encubren, buscan excusas y culpan a otros.


Sin embargo, aquel que se humilla está dispuesto a descubrir sus pecados ante Dios y a tomar su responsabilidad.

Solo estas personas pueden disfrutar de la gracia de Dios, porque “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5).


Como podemos ver, la confesión del pecado es más que una repetición hueca de lo malo que hemos hecho.


Es algo más profundo.


Tiene que ver totalmente con el arrepentimiento del corazón.


Cuando comprendemos lo anterior, la promesa de 1 Juan 1:9 se vuelve una realidad en nuestra vida:


“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.


Tenga la seguridad de que, al confesar sus pecados de esta forma, Dios limpiará su vida y usted comenzará su jornada hacia la restauración y la victoria.

Si nos arrepentimos de nuestros pecados y nos humillamos delante de Dios, entonces podemos confesar nuestros pecados y estos serán perdonados.


Este es el tercer paso: Una confesión sincera que nace de un corazón humillado.


No obstante, hay un cuarto paso que debemos dar para vencer sobre el pecado y para derribar las fortalezas espirituales que nos esclavizan.


Este último paso consiste en comprender la última parte de Proverbios 28:13, donde dice:


“El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”.


El último paso consiste en apartarnos del pecado.


Permítame explicarle.


El arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados, naturalmente debe llevarnos a apartarnos del mal camino.


Esto significa que una vez que hemos puesto al descubierto nuestros pecados debemos, en primer lugar, pedir al Señor que nos restaure interiormente.


El Salmo 51:10 dice:


“Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí”.


Debemos pedirle al Señor que por medio del Espíritu Santo restaure en nosotros una mente limpia.

Además, debemos leer continuamente la Biblia para que nuestros pensamientos sean purificados.

El Señor Jesús le dijo a los discípulos en Juan 15:3:


“Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”.


Es la Palabra la que trae limpieza a nuestra vida y a nuestra mente, y es lo que nos renueva.


Por otro lado, debemos llevar a cabo una ferviente vida de oración y comunión con el Espíritu Santo.


Solo Él nos puede dar la victoria de Cristo sobre el pecado.


Además, una vez que hemos hecho lo anterior, es importante crear nuevos hábitos.


Apartarnos del pecado también es algo muy práctico.


Proverbios 1:15-16 y 4:14-15 nos enseñan que, para evitar caer en pecado, debemos también evitar ciertos caminos.

Un pastor dijo que “el cristiano que no quiere caer en pecado debe evitar caminar en lugares resbalosos”.


Esto puede aplicarse de una manera sencilla.


Si las amistades que tenemos hasta el momento nos incitan a pecar, algo sabio es dejar de frecuentarlas y apartarnos de ellas.

Si alguien tiene problemas con el alcohol, debería evitar entrar en los bares o cantinas.


Si una persona lucha contra la pornografía, debería pedir ayuda a un hermano o hermana mayor en la fe para que haga oración por él/ella, y de este modo pueda haber una “rendición de cuentas”.


Si alguien no es administrado con sus finanzas y cae en la avaricia y en un mal uso del dinero, debe establecer una nueva administración de su dinero en compañía de un hermano que tenga testimonio en la iglesia.


El pecado, mientras permanece oculto es fuerte, pero cuando sale a la luz y tenemos a nuestro lado un compañero de oración, el pecado pierde su fuerza y se vuelve algo “superable”.

Otra manera de decir que nos hemos apartado del pecado es diciendo que ya no vamos en el mismo camino de antes.


Debemos apartarnos decididamente del pecado, a toda costa.


Lo invito a meditar en todo lo anterior y aplicar estos pasos en su vida personal.


El Señor le mostrará la victoria y usted podrá crecer en su vida cristiana.




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