"Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis" (Gálatas 5:16-17)
El nuevo nacimiento es un asombroso milagro que solo Dios puede hacer. La voluntad humana y la fuerza del hombre no participan en absoluto en ello.
Cuando nacemos de nuevo, como resultado de la obra soberana del Espíritu Santo, somos lavados con la Palabra de Dios.
Ella es como un espejo en el cual se refleja nuestra condición y nuestro pecado.
La Palabra nos permite darnos cuenta de nuestros pecados y faltas ante Dios, y nos hace conscientes de nuestra necesidad de ser salvos.
Además, en el nuevo nacimiento, Dios nos da un corazón nuevo.
Esto significa que Dios nos da el regalo de una nueva naturaleza, la cual se distingue por la rendición, la humildad y la dependencia de Dios.
Antes de conocer a Cristo, la Biblia describe al hombre como un ser perdido, endurecido y rebelde contra Dios.
Por ejemplo, Tito 3:3 dice así:
“Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros”.
Al recibir un corazón nuevo, Dios remueve el corazón de piedra, que es una naturaleza de rebelión y pecado, y nos da una nueva naturaleza.
A partir de entonces, estamos capacitados por Dios para amar las cosas santas y sagradas, llegando a valorar el Evangelio como el tesoro más preciado.
Comenzamos a pensar como el salmista (Salmo 84:10):
“Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad”.
Así mismo, después de ser lavados con la Palabra y al recibir un corazón nuevo, Dios nos da un espíritu nuevo.
El tener un espíritu muerto equivale a estar privados y ajenos de la vida de Dios.
Es no tener comunión con el Autor de la vida y en esa terrible separación, nuestro espíritu está oscurecido y oprimido por satanás.
Pero en el nuevo nacimiento, Dios nos da un espíritu nuevo para que podamos tener compañerismo y comunión con Él, y para que podamos conocerle y disfrutarle.
Miremos una vez más la condición opuesta a los que han nacido de nuevo. Esta es la condición de aquellos que viven sin Cristo (Efesios 4:17-18):
“17 Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente,
18 teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón”.
Este milagro, ya de por sí, es asombroso y sublime.
¿Quién puede llevar a cabo tal limpieza? ¿Quién puede cambiar el corazón endurecido del hombre por un corazón de carne?
¿Quién puede dar un espíritu nuevo sino solo nuestro Dios?
No obstante, en la obra del nuevo nacimiento, ocurre un misterio todavía más asombroso que todo lo anterior.
El profeta Ezequiel (36:27) declaró lo siguiente:
“25 Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré.
26 Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.
27 Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra”.
Esta última parte es un misterio poderoso y asombroso.
Dios declara que en la obra de la regeneración no solo somos lavados, no solo nuestro corazón es cambiado y nuestro espíritu es renovado.
Además de todo ello, Dios pone su Espíritu dentro de nosotros.
Su presencia manifiesta en nosotros nos enseña y nos lleva a vivir conforme a su Palabra, a considerar sus caminos y vivir la vida que a Él le agrada.
La presencia del Espíritu Santo en la vida de cada creyente no es una metáfora o una alegoría, sino que se trata de una realidad.
Efesios 1:13 declara lo siguiente:
“En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa”.
¡Qué tremenda bendición la que tenemos en nuestra vida! Fuimos sellados con el Espíritu Santo.
Él mora dentro de nosotros, de modo que somos su habitación y su templo.
Ahora, hay algo sumamente importante que debemos considerar una vez que nacemos de nuevo.
A pesar de todo el milagro tan asombroso que Dios ha llevado a cabo en nosotros por su gracia soberana, nuestro ser exterior no se vio afectado por el nuevo nacimiento.
En otras palabras, nuestro cuerpo y nuestra carne, siguen inclinándoselas por el pecado y por el placer pecaminoso.
¿Qué quiere decir lo anterior?
Que ahora somos seres regenerados por el poder de Dios que viven en un cuerpo que se inclina por el pecado.
Esta es la razón por la que un cristiano vive en conflicto continuo, tal como lo describió Pablo en Gálatas 5:16-17:
“16 Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne.
17 Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis”.
Dentro de nosotros hay una batalla, un conflicto interno.
Nuestro espíritu regenerado anhela las cosas de Dios y vivir para Él.
No obstante, nuestra carne que está influenciada por la naturaleza pecaminosa que antes la gobernaba, se inclina por el pecado y por satisfacerse a sí misma.
Muchos cristianos que no han llegado a comprender esta realidad, viven frustrados y derrotados.
Primero, porque piensan que al nacer de nuevo ya no se inclinarán por el pecado o que nunca más deberían volver a fallar.
Por eso, se sorprenden cuando pecan y cuando encuentran deseos opuestos a la voluntad de Dios dentro de ellos.
Entonces, comienzan a razonar: “Debe ser que no he nacido de nuevo”, “quizá no soy un hijo de Dios”, “mírenme, no he podido vencer el pecado, todavía tengo deseos que no honran a Dios, soy un farsante”.
Y por esta razón se tambalean terriblemente en su vida cristiana y llegan a pensar que no han nacido de nuevo.
Todos quisiéramos que después del nuevo nacimiento, Dios también nos hubiera dado un cuerpo nuevo, como el que se menciona en 1 Corintios 15.
Se trata de un cuerpo incorruptible, que no está contaminado, ni puede contaminarse con el pecado.
¡Qué grandiosa realidad sería esta! Que nuestro ser interior anhele las cosas santas y sagradas de Dios y que nuestro cuerpo a su vez anhele hacer la voluntad de Dios.
Sin embargo, eso es algo que se cumplirá únicamente en la gloria de Dios.
Mientras tanto, debemos considerar que, al estar ene este mundo, hemos llevar un conflicto interno.
¿Qué podemos hacer al respecto?
Lo primero, es que debemos considerar que Dios nos ha dado su Espíritu Santo.
Dios no nos ha dejado desprovistos o a la deriva en esta lucha tan difícilmente y compleja que enfrentamos.
Pablo dijo, en Gálatas 5:25:
“Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu”.
Esta es la lección que debemos aprender: Vivir en el Espíritu.
Pablo dijo, además, que hay una ley en nuestro interior. Se trata de la ley del pecado (Romanos 7:22-23):
“22 Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;
23 pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros”.
Esta es una ley que está sujeta a nuestra carne, a nuestro cuerpo terrenal.
Esto no significa que el cuerpo ser malo y que debamos despreciarlo. No.
El cuerpo que Dios nos dio es un regalo y debemos cuidarlo. Jamás debemos lastimarlo o herirlo, ni debemos hacerle marcas.
Pero, ante la ley que está en nuestro miembros, la ley del pecado. Dios nos indica lo siguiente.
Romanos 7 aborda el conflicto interno. Pero Romanos 8 nos muestra la clave de la victoria. Dice así:
“1 Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.
2 Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte”.
Primero, aunque batallamos contra el pecado, sufrimos terriblemente cuando tropezamos con él y nos lamentamos profundamente por ofender a Dios, debemos considerarnos sin condenación porque Cristo pago por nuestros pecados.
Esto es algo que nunca debemos dudar.
Charles Spurgeon solía decir: “Puedo resumir mi teología en cuatro palabras: Cristo murió por mí”.
Además, debemos aprender a vivir la vida en el Espíritu.
Por una parte, existe la ley del pecado en nuestros miembros, pero por otra, la ley del Espíritu de Vida, que es la ley del Espíritu Santo, mora también con nosotros.
¿Cómo podemos vivir en la ley del Espíritu de vida, superando así diariamente la ley del pecado?
Romanos 8:5-6 nos da la respuesta:
“5 Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu.
6 Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz”.

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