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Jesús murió en la cruz

Foto del escritor: Marlon CoronaMarlon Corona

Hace años se estrenó una película llamada “La pasión” en donde se representaban las horas previas a la muerte de Cristo en la cruz.

Al terminar de ver la película, muchas personas lloraban y se sentían tristes.

Cuando se les preguntó la razón de sus lágrimas, algunos dijeron que se sintieron conmovidos por las atrocidades que sufrió Jesús.


Otros argumentaban que se habían entristecido por la injusticia y la brutalidad con la que Él había sido tratado.


Otros más dijeron haber llorado por ver a un mártir morir.

Sin embargo, ninguna de estas razones se relaciona con el verdadero propósito de la muerte del Señor Jesús.

Jesucristo no fue un líder político, ni un revolucionario ni un hombre que murió defendiendo algún ideal.


La razón de su muerte fue expiar los pecados de su pueblo, pues al derramar su sangre inocente Él podía reconciliar a los escogidos de Dios.


Su muerte no le tomó por sorpresa ni se sintió abandonado por sus discípulos.


Tampoco fue sorprendido por la traición de Judas ni se sintió ofendido por los líderes políticos y religiosos de su época.


De hecho, Él sabía perfectamente cómo debían suceder las cosas.


En Lucas 9:22, Él dijo con toda claridad:


“Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día”.


Además, en Mateo 26:31, podemos leer lo siguiente:


“Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas”.


No solo eso, sino que contaba con la traición y el abandono de Pedro en el momento más crítico.

Por eso le dijo en el versículo 34:

“De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces”.


No obstante, estas cosas no fueron las que afectaron el ánimo del Señor, pues Él sabía con toda claridad el propósito de su muerte.

Él sabía que no eran los judíos ni los romanos quienes lo estaban llevando a la cruz, sino que era Dios mismo poniendo sobre Él el pecado de su pueblo para que, por medio de su sacrificio, sus amados pudieran ser reconciliados con Dios.


El Señor Jesús declaró en Juan 10:17-18 que el morir en la cruz era un acuerdo eterno entre el Padre y el Hijo.


El pasaje dice así:


17 Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar.


18 Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre”.


La frase “Nadie me la quita” unida a la expresión “Yo de mí mismo la pongo”, nos revela que las falsas acusaciones de los judíos y la crueldad de los soldados romanos, eran algo que el Señor ya había considerado.


Quizá, uno de los pasajes que mejor describen el propósito de la muerte del Señor se encuentra en Isaías 53:6, donde dice:


“Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros”.


Jesucristo murió llevando el pecado de la humanidad para que por su sangre, al creer en Él, llegáramos a estar reconciliados con Dios.

Ciertamente, al pensar en el sacrificio de Cristo, los creyentes nos consternamos y derramamos lágrimas.


Pero no lloramos por ver a un mártir morir, o por ver a un hombre que fue tratado con injusticia o por ver a un soñador que fue traicionado.

El motivo de nuestras lágrimas es muy diferente.


Nosotros lloramos porque comprendemos que el peso de nuestros pecados y maldades cayó sobre el justo Hijo de Dios, quien nunca cometió pecado.

Lloramos porque Él fue herido y quebrantado por nuestras transgresiones y porque el castigo de nuestra paz recayó sobre Él.


Además, lloramos porque nos sentimos indignos de si quiera mirarlo pues somos pecadores y nuestras maldades nos avergüenzan.


Somos constreñidos en nuestro corazón no por un acto de injusticia por parte de los judíos, sino al entender nuestros pecados y admirar la pureza de Jesucristo.

Por esta razón, el motivo de nuestras lágrimas es muy diferente a la razón por la que muchas personas lloran.


Muchos lloran de impotencia, lloran por indignación, pero nosotros lloramos por nuestros pecados y por la obra redentora que Cristo llevó a cabo.


No vemos a un hombre golpeado por los hombres, sino a un hombre golpeado y azotado por Dios.


Todo lo que vemos en la cruz del calvario es la ira justa de un Dios santo, descargada sobre su Hijo en favor de los hombres.


A veces, en mis talleres de Teología, les pregunto a mis estudiantes:

“¿Quién puso a Cristo en la cruz?”

Entre ellos, están los que responden: “Los judíos”, otros dicen: “Los romanos”; otros más dicen: “Una sociedad injusta y malagradecida”.


Sin embargo, después de leer algunos versículos bíblicos, se hace un silencio profundo, porque descubrimos que no fue ninguna mano humana la que planeó la muerte del Señor Jesús, sino que fue la mano de Dios la que puso a Cristo en la cruz.

Si usted lee 2 Corintios 5:21 encontrará lo siguiente:


“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él”.

Y si lee Romanos 3:24 y 25 encontrará esto:


24 siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús,

25 a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados”.


¡Qué gloriosa es la cruz al pensar en esto!


Cristo se interpuso entre la ira de Dios y la humanidad; Él recibió el castigo justo de todos nosotros.


Por eso, solo aquellos que creen en Cristo como Señor y se aferran por fe a la cruz, ya no experimentarán el juicio y el castigo de Dios en el día del juicio final.

Ciertamente, nuestras lágrimas son muy diferentes a las lágrimas del mundo.


Antes de terminar, quiero invitarlo a contemplar conmigo a la luz de la Palabra de Dios, la gloriosa obra de Cristo en la cruz.

En Marcos 15:34 está escrito lo siguiente:


“Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”


Imagine por un momento, un cuadro de Jesucristo, quien fue clavado en la cruz y murió por nosotros.


La noche anterior a su crucifixión, Jesús fue apresado y azotado treinta y nueve veces con un látigo de cuero.


De acuerdo con los registros históricos, del extremo del látigo, salían cinco trenzas y cada una de ellas tenía incorporados ganchos de metal.

Por eso, cada vez que el látigo tocaba la piel del Señor, esta se desgarraba y brotaba la sangre.

Además, por una corona de espinas que habían puesto sobre su cabeza a manera de burla, la sangre también corría como arroyos por su frente.


Por los clavos que traspasaban su cuerpo, la sangre bajaba de sus manos y sus pies.


Eventualmente, sus manos y pies fueron desgarrados por su propio peso cuando colgaba de la cruz, y su costado, que fue traspasado con una lanza, vertía sangre y agua.


Los soldados se dividieron sus ropas echando suertes mientras el Señor permanecía colgado en la cruz.


Aunque muchos pintores han tratado de retratar esta escena, lo cierto es que todos distan de la realidad.


En algunos cuadros, los cuales no recomiendo tener ni considerar como sagrados ya que diluyen y desprestigian la obra gloriosa de la cruz, el Señor Jesús aparece con una túnica que cubre su cuerpo.


Pero en las torturas romanas, los que eran crucificados colgaban de la cruz completamente desnudos a manera de humillación.


Por eso, el Señor Jesús estaba en aquella cruz desnudo, humillado y ensangrentado.


Contemple a Jesús por fe colgado en la cruz.


Este es el Hijo de Dios.


Es el Cristo que cargó con nuestros pecados, quien fue colgado en una cruz como si hubiera sido el peor de los criminales.


Todo para salvarnos de nuestras maldades y librarnos de la ira de Dios, siendo Él puro y santo.


Trate de sentir el dolor del señor.


Vea por fe a Jesucristo, cuya carne fue desgarrada y cuya sangre fue derramada por nosotros.

Él estuvo en esa cruz solo por amor hacia nosotros.


Jesucristo cargó su cruz hasta el Gólgota, como un cordero que es llevado ante el trasquilador.

Mis amados, todos somos pecadores y la Biblia nos dice con toda claridad que la paga del pecado es la muerte.

Alguien tenía que pagar el precio por la humanidad.


Alguien debía morir por causa del pecado.


Pero nunca hubo persona alguna en la historia de la humanidad que pudiera pagar tan alto precio.

¿Quién de nosotros era justo, limpio, puro de corazón, sin engaño en su boca, como para pagar el precio de la redención de la humanidad?


Nadie. Ninguno de nosotros.


Solamente Jesús, el Hijo de Dios, el Dios encarnado; Solo Él podía pagar con su sangre el precio del rescate de nuestras almas.

Jesucristo no solamente nos salvó del poder del diablo o de una naturaleza depravada, sino que nos salvó de Dios mismo, pues la ira del Dios santo estaba sobre todos nosotros.


Jesucristo no nos condena por nuestros pecados, porque ya pagó el precio, ya nos perdonó y nos ha librado de nuestros pecados.


Hoy solo necesitamos humillarnos, arrepentirnos y volvernos a Dios.

Debemos creer y confesar que Jesucristo sufrió y murió por nosotros, llevando todas nuestras maldades.


Debemos estar profundamente agradecidos con Él.


El poder redentor de la preciosa sangre que Jesucristo vertió hace más de dos mil años, hoy sigue vigente a nuestro favor.

Debemos agradecerle siempre y glorificarlos, porque dio su vida y entregó todo por nosotros.





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