"Y tomó Jesús aquellos panes, y habiendo dado gracias, los repartió entre los discípulos." (Juan 11:6)
Uno de los pensamientos más consoladores, más preciosos y tiernos, que nos ha sido otorgado por el Señor, es el que indica que somos la casa y la habitación de nuestro Dios. Este, ciertamente, es un pensamiento esperanzador.
Pablo enseñó una tremenda verdad a los corintios a través de una pregunta que les planteó. En primera de Corintios 3:16, él dijo: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, al cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?”
De modo que, cada uno de nosotros que hemos creído en Cristo como Señor y Salvador, y hemos sido lavados con la preciosa sangre de Cristo, somos la morada de Dios. Somos su templo y su habitación. Dios habita en nosotros. ¿Por qué, entonces, no dependemos de Él para todas las cosas?
El Dios que mora en mí
En la antigüedad, los hombres tenían que ir a determinados lugares para encontrarse con sus dioses. Subían a las montañas, cruzaban ríos y eran capaces de enfrentar dificultades con la finalidad de ofrecerle sacrificios a sus ídolos.
Por otro lado, la realidad de los cristianos es muy diferente. Y es diferente porque Dios mismo mora en sus corazones.
Jesucristo dijo explícitamente en Juan 14:18: “No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros”. Así que cada creyente tiene, no solo la presencia de Cristo en su vida, sino la promesa de que Él permanecerá en él o en ella”.
Quiero decir que Cristo ha prometido no solo venir a morar en nuestro corazones, sino que ha prometido nunca jamás dejarnos.
Usted, si ha nacido de nuevo por la fe en Cristo Jesús, puede tener la total y absoluta certeza de que Él está con usted desde ahora y para siempre.
Nada le podrá separar del amor de Cristo. No existe poder, fuerza o circunstancia que le pueda quitar la presencia de Jesucristo.
Juan 10:27 y 28 dice lo siguiente: “27 Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, 28 y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”.
Los que son de Cristo, escucharán la voz de su Señor, le seguirán y Él mismo les da vida eterna. Tales personas no sufrirán la muerte segunda.
El mismo Señor declara: “Nadie las arrebatará de mi mano”. Nadie puede llevar a cabo tal separación.
En el versículo 29, el Señor Jesús pone un broche de oro a esta declaración, cuando dice: “Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”.
El Padre, con su soberana autoridad, su soberano poder, establece que nadie nos podrá arrebatar de su mano.
¿Por qué se preocupa mi hermano? ¿Por qué está ansiosa hermana? El Todo Suficiente le ha tomado, le ha hecho suyo, le ha tomado para sí. Nadie podrá arrebatarlo a usted del lado de Dios.
El apóstol Pablo, convencido de esta verdad, también declaró en Romanos 8:35, lo siguiente:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?”
Y añade con toda verdad en el versículo 38 en adelante: “38 Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.
Amados, ustedes tiene la presencia de Dios morando en ustedes ahora mismo. Dios está, no solo junto a ustedes, sino en ustedes. Cuando creyeron en Cristo y rindieron sus vidas ante su señorío, no estaban creyendo en una religión muerta o en una filosofía humana.
Ustedes estaban recibiendo el Espíritu de Dios y se estaban convirtiendo en el templo donde habita la presencia de Dios.
Amados, tienen en ustedes al Dios Todo Suficiente, al Dios que suple toda necesidad, que ayuda en toda prueba, que da vida a los muertos, que hace posible lo imposible y que vence toda clase de tempestades.
Queridos hermanos, ustedes no están solos de ninguna manera. Cierren sus ojos, alaben el nombre de Dios, exáltenlo porque ustedes tienen su presencia.
Que gran regalo, que gran dignidad y honra han recibido. Aunque somos vasijas de barro, el Creador vino a morar en nuestros corazones.
Amados, esta preciosa y consoladora verdad se vive y se experimenta cuando, en nuestro andar con el Señor, nos damos cuenta de que nuestra vida ya ha sido saciada de paz, esperanza y felicidad.
De pronto, mientras más caminamos con el Señor, la paz nos inunda, un río de gozo brota de nuestro interior y, de manera asombrosa, nuestros problemas pierden poder en nuestra vida y cada vez más se ven diminutos.
Esto sucede porque Cristo, que vive en nosotros, nos ha saciado y ha llenado nuestra vida. Dejen que Cristo sacie y llene sus vidas. Permitan que Él supla toda necesidad.
En todos estos años que llevo pastoreando, puedo decir que el Señor ha sido mi sustentador y el que ha saciado mi vida.
He dependido de Él para las grandes cosas, para los grandes desafíos y compromisos, como para las cosas más simples y diminutas de mi vida personal.
Cuando no había comida en mi mesa, Él me alimentó y me sació. Él ha sido mi ayuda y mi socorro. En todas mis tribulaciones nunca estuve solo. Él estuvo conmigo, me consoló y me sació.
Por eso, puedo decir con toda seguridad que Jesucristo sacia mi vida. Quien tiene la presencia de Jesús, tiene también suplidas todas sus necesidades, ya sean espirituales, físicas, familiares, todas y de todo tipo.
Quien no tiene a Cristo, aunque tenga poder, fama, riquezas, en realidad no tiene nada. Es pobre y está necesitado.
Solo Jesucristo sacia la vida. ¿Tiene necesidad? ¿Se ve amenazado por alguna situación? ¿No hay alimento, o vestido, o provisión? ¿Está deprimido y afligido? Le reitero, Jesucristo sacia la vida.
Un día, una multitud se reunió al rededor del Señor para escucharlo. Ellos estaban absortos en las palabras del Maestro y el tiempo parecía no transcurrir.
Aquella multitud había seguido al Señor desde muy lejos, hasta el desierto. Sin embargo, al caer la tarde no había qué comer. No obstante, el Señor mandó que trajeran los cinco panes y los dos peces de un muchacho de la multitud. Y luego de dar gracias, aquellos panes y peces fueron repartidos entre la multitud. Entonces un milagro sucedió.
En Juan 6:11-12 dice así: “11 Y tomó Jesús aquellos panes, y habiendo dado gracias, los repartió entre los discípulos, y los discípulos entre los que estaban recostados; asimismo de los peces, cuanto querían. 12 Y cuando se hubieron saciado, dijo a sus discípulos: Recoged los pedazos que sobraron, para que no se pierda nada”.
Por el poder milagroso de Jesús, el alimento se multiplicó y toda la multitud comió hasta saciarse.
Podemos ver que Jesús tiene misericordia y amor por el hambriento y el necesitado. Cuando El estuvo en la tierra, nunca fue indiferente a las necesidades de los hombres.
¿Cree usted que Jesucristo cambió? ¿Que ahora nos mira desde el cielo y no se interesa por nuestras necesidades del día a día. Entonces, tiene que leer Hebreos 13:8 donde dice que: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”.
Fue tal el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, que sobraron 12 cestas de lo repartido aquel día.
Mis amados, actualmente, Jesús sacia la vida de aquellos que vienen a Él humildemente y con necesidad.
Solamente Jesús puede saciar la vida y llenar el corazón del hombre. Como decía aquel corito antiguo: “Solo Dios hace al hombre feliz”.
¿Por qué, entonces, no viene hoy a Cristo? Deje ante Él toda necesidad. Ponga a sus pies todas sus cargas y confíe en Él. Si aún no le recibe como Señor y Salvador, hoy es el día de tener ese encuentro que cambia la vida.
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