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Jesucristo, el Rey

Foto del escritor: Marlon CoronaMarlon Corona

En la actualidad, el mundo vive sumido en el dolor, la amargura, la miseria y el pecado.


A donde quiera que miramos, encontramos violencia, homicidios, pobreza y una profunda falta de propósito para vivir.


Solo basta con encender el televisor o navegar por internet para darnos cuenta de la crisis en la que nos encontramos como sociedad.


Ni los bienes materiales, ni las riquezas, ni siquiera una buena posición social, pueden pueden hacer frente a la catástrofe de nuestros días.


Tampoco la religión, la filosofía o la psicología pueden hacer mucho al respecto.


Al pensar en todo lo anterior, nos preguntamos ¿acaso este era el propósito original de Dios cuando creó al hombre? ¿Este fue el plan que Dios tenía en mente desde un principio?


Con toda seguridad podemos decir que no, este no era el plan de Dios.

Esto podemos verlo en el hecho de que Dios hizo un mundo hermoso, abundante, prospero y lleno de gozo, y después, hizo al hombre para que habitara la tierra hecha por Él.


Básicamente, el Señor invitó a Adán y a Eva a disfrutar de todo cuanto Él había creado.


En Génesis 1:27-28, se encuentra escrito lo siguiente:


27 Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.

28 Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra”.


Después de crearlos, lo primero que hizo el Señor con los seres humanos fue bendecirlos y comisionarlos para gobernar el mundo.


En ningún lugar encontramos que Dios haya pensado en el dolor, la amargura o el sufrimiento como parte del diseño original.


Entonces, ¿de dónde surgieron todos estos males que hoy predominan en el mundo?


Permítame explicarle.


Dios es el Creador de la tierra y el cielo, y de todo lo que hay en el universo.

Por esta razón, solo Él tiene la autoridad sobre todas las cosas.

En síntesis, Dios creó a Adán y a Eva, y los puso a vivir en el huerto del Edén donde no existían ni el sufrimiento ni el dolor.


No obstante, el Señor le extendió al hombre una única advertencia.


En Génesis 2:16-17 podemos leer sobre esto:


16 Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer;


17 mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”.


El fruto del árbol del bien y del mal representaba la autoridad de Dios.

Esto significa que el juicio del bien y del mal, solo puede emitirlo Dios, quien es el Autor de la vida y el Creador del universo.


Sin embargo, el hombre cayó en la tentación de Satanás, quien le sugirió que podía ser igual a Dios si comía del fruto prohibido.


Embriagado de esta idea, el hombre comió del fruto prohibido y cometió de esta forma el terrible pecado de desafiar la autoridad de Dios.


Por tal motivo, el hombre no pudo más que ser expulsado del huerto de Dios.


La ley del huerto del Edén, en donde predominan el gozo y la paz, es muy sencilla:

“Solo puede haber un soberano”.


No pueden existir dos autoridades ni dos voluntades opuestas.


Solo puede haber un rey, un soberano, una voluntad.

El hombre, al revelarse contra Dios y darle la espalda, erigió su propia autoridad y se autoproclamó el soberano y rey de su vida y del mundo.

Naturalmente, tras haber sido expulsado del Edén, se vio obligado a caminar errante por las sendas de esta vida.


Desde entonces, el hombre ha tratado de imponer su autoridad y gobierno en el mundo a través de su propia ideología y su propio camino egoísta.

Sin embargo, todo esto ha redundado en caos y confusión.


Si hoy encontramos dolor, sufrimiento, pobreza, violencia y amargura en el mundo, se debe a que el hombre quizo establecer su propia autoridad desafiando la de Dios y dándole la espalda.


A partir de entonces, la historia del hombre ha sido una en la que continuamente ha desafiado la autoridad de Dios.

Después de la transgresión ocurrida en el huerto del Edén, el hombre desafió a Dios otra vez al construir la Torre de Babel.


Nuevamente fracasó, pues Dios puso confusión en el hombre, diversificando las lenguas, lo que provocó la dispersión del hombre sobre la faz de la tierra.

Más adelante, aun después de haberlos sacado de la esclavitud de Egipto y de haberles dado su ley, los israelitas continuaron desafiando a Dios.

Fueron tras los Idolos y se amoldaron a las costumbres de los pueblos paganos que Dios les había ordenado no imitar.


No solo eso, sino que en la época del Señor Jesús, muchos fariseos, doctores de la ley, escribas y religiosos, lo desafiaron una y otra vez.


Ellos se rehusaban a reconocerlo como el Hijo de Dios, al punto de que al final gritaron pidiendo que fuera crucificado.


Todo lo anterior no es otra cosa sino un desafío y desconsideración a la voluntad y autoridad de Dios.


En pocas palabras, el conflicto del hombre con Dios ha sido siempre un conflicto de autoridad y gobierno.


Él ha querido ser el rey de su propia vida y ha tratado de imponer su autoridad en el mundo que le rodea, siempre en contra de Dios.


Solamente aquel que se rinde ante la autoridad de Dios y le proclama como el Rey de su vida, puede regresar al Edén.


Mientras el hombre vive obstinado y orgulloso, las puertas del paraíso le están cerradas y el camino bloqueado.


En su encarnación, el Señor Jesús vino al mundo para manifestar el reino de Dios, siendo Él mismo el Rey celestial.


Jesucristo, además de ser Profeta y Sacerdote, es Rey Soberano.


Este es el tercer oficio del mediador que encontramos en el Antiguo Testamento, y que Cristo manifestó en la tierra.


Primero, Dios hablaba a su pueblo por medio de los profetas.


En segundo lugar, Dios escuchaba al pueblo y recibía sus ofrendas y sacrificios de arrepentimiento, por medio de los sacerdotes.


Sin embargo, en tercer lugar, Dios manifestaba su autoridad, sus designios y su gobierno por medio del rey.


Este último era el encargado de guíar al pueblo y enseñarles a vivir en sumisión a Dios.


Además, desempeñaba la función de protector y proveedor del pueblo.


Si lo analizamos con cuidado, al establecer un rey sobre su pueblo, el Señor esperaba que este no fuera autónomo.


El rey no debía pretender que tenía autoridad absoluta en sí mismo.


Él recibía su llamado y su oficio de parte de Dios.


En realidad, su llamado consistía en ser un “virrey”, y de esta forma, sujeto a Dios, debía manifestar la justicia y el gobierno de Dios.


En síntesis, el rey era un mediador porque estaba situado bajo la ley de Dios.


Él debía promover, establecer y mantener la ley de Dios en el pueblo.


Tristemente, los historia de los reyes en el Antiguo Testamento, está llena de corrupción, idolatría, arrogancia y fracaso por parte de estos monarcas que no cumplieron con su responsabilidad.


Quizá el modelo más cercano a un rey ideal en el Antiguo Testamento era David.


Sin embargo, Él también fue corrupto y falló a la ley de Dios.


A pesar de todo, no obstante, él introdujo al pueblo de Israel a la era dorada pues extendió el reino y fue prospero en muchos sentidos.

Tanto fue así que después de su muerte, el pueblo quizo ver un reino similar al de David.


En Amós 9:11 está escrito lo siguiente:


“En aquel día yo levantaré el tabernáculo caído de David, y cerraré sus portillos y levantaré sus ruinas, y lo edificaré como en el tiempo pasado”.


Era tal el anhelo del pueblo, que Dios les entregó esta promesa por medio del profeta Amós.


En el corazón de la esperanza de Israel, estaba el deseo de tener un rey como David una vez más.

Pero ¿quién es este Rey glorioso que restauraría la gloria de Israel? ¿Quién podría levantarse como el Rey Soberano del universo?


La respuesta es: Jesucristo.


En el Salmo 24, el cual es un salmo profético, que anuncia la venida del Mesías y su ascensión a los cielos, encontramos escrito algo sublime.


El pasaje completo dice así; permítame leerlo para usted:


1 De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan.


2 Porque él la fundó sobre los mares, y la afirmó sobre los ríos.


3 ¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?


4 El limpio de manos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño.

5 El recibirá bendición de Jehová, y justicia del Dios de salvación


6 Tal es la generación de los que le buscan, de los que buscan tu rostro, oh Dios de Jacob. Selah”.


En estos primeros versículos se plantea una pregunta: “¿Quién puede venir ante la presencia manifiesta de Dios y estar ante Él?”


La respuesta es que solo alguien que sea puro de corazón y que sus obras no estén manchadas por el pecado y la desobediencia.


Solo alguien con tal santidad y pureza puede entrar en la presencia de Dios.

Sin embargo, esto nos descalifica a todos nosotros.


Un día en la mañana, me desperté más temprano de lo habitual y mientras me preparaba para tener mi tiempo de oración, erróneamente decidí entrar a mi Facebook personal.

Generalmente, reviso mis redes sociales y publico algún pensamiento ya entrada la mañana, no antes de mi tiempo de oración en la madrugada.


Pero aquella mañana no respeté mi propia regla y eso me costó muy caro.


Al estar en esta red social, encontré un comentario que alguien había dejado sobre mí durante la noche, el cual atacaba mi forma de vestir al predicar.


El comentario era ofensivo y tenía un tono de desprecio.


Naturalmente, el enojo, el disgusto y la venganza se encendieron en mi corazón, al punto de que quedé muy molesto y frustrado.


Ardiendo de enojo, cerré la aplicación y por la gracia de Dios no respondí aquel mensaje.


Curiosamente, aquella madrugada leí el Salmo 24.


Quería llorar cuando leí los primeros versículos, porque le decía al Señor:


“Yo no soy así, yo no soy así. Estoy absoluta e incondicionalmente lejos de ser así. Si quisiera entrar en tu presencia, no podría hacerlo por ningún medio. No tengo el corazón puro, Señor”.


“Mira, solo bastó un comentario para revelar la maldad y la impureza de mi corazón. Yo no puedo estar ante ti”.


Después de aquel momento de oración, me pregunté: “¿Quién puede, entonces, estar delante de Dios? ¿A quién se refiere el Salmo 24?”


Mi amado, ¿sabe usted de quién habla este pasaje? No habla de nosotros, habla de Jesucristo; solo Él es limpio de manos y puro de corazón.

Lo asombroso del Salmo 24 viene después:


7 Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.


8 ¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla.


9 Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.


10 ¿Quién es este Rey de gloria? Jehová de los ejércitos, Él es el Rey de la gloria. Selah”.


Las puertas eternas que se abren y la entrada triunfal en los cielos, se refieren a la ascención de Cristo después de su resurrección.


Jesucristo es el Rey de gloria; solo Él puede entrar en la presencia de Dios.

Ante Él se abren las puertas eternas, y solo Él puede caminar y andar en la presencia de Dios.


Jesucristo es Rey Soberano.


Confesarlo como nuestro Rey es afirmar que nuestras vidas ya no están sujetas al orgullo, a la arrogancia o a la sensualidad de este mundo, sino que ahora le pertenecemos y vivimos buscando hacer su voluntad.


Confesar que Cristo es nuestro Rey es declarar que todo cuanto hacemos está en conformidad con el carácter de Dios.


Por esta razón, a menudo digo que el cristianismo no es una religión muerta, sino una religión activa, de vida, de entrega al Rey Soberano, Jesucristo.


Permítame preguntarle, ¿ha reconocido a Jesucristo como el Rey de su vida?


En este universo solo hay un soberano; todos los demás son usurpadores del trono que pretenden establecer su propia autoridad.


El cristiano es una persona que ha descendido del trono de su vida, se ha declarado siervo y se ha entregado a la autoridad del Rey de reyes y Señor de señores.


El día de hoy, ríndase ante el Rey Soberano, ante Aquel que las puertas eternas se abren.


Abdique al trono de su vida y reconozca que Jesucristo es Rey.


De esta forma, usted podrá regresar al paraíso de la bendición de Dios, al Edén de Dios, y podrá vivir disfrutando de los beneficios del reino celestial.





 
 
 

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