En determinado momento de la historia, el pueblo amado de Dios se encontró oprimido por la nación de Egipto.
Al haberse multiplicado los hijos de Israel, los egipcios los consideraron como una amenaza y por eso se posicionaron sobre ellos para oprimirlos con trabajo y servidumbre.
En éxodo 1:13-14 está escrito lo siguiente:
“13 Y los egipcios hicieron servir a los hijos de Israel con dureza,
14 y amargaron su vida con dura servidumbre, en hacer barro y ladrillo, y en toda labor del campo y en todo su servicio, al cual los obligaban con rigor”.
Al verse en esta condición, los israelitas comenzaron a clamar a Dios para que los liberará y les diera alivio de su opresión.
Por eso, Éxodo 2:22-23 dice de la siguiente manera:
“23 Y los hijos de Israel gemían a causa de la servidumbre, y clamaron; y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su servidumbre.
24 Y oyó Dios el gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob”.
Como respuesta a su opresión, Dios levantó a un hombre llamado Moisés para que fuera aquel libertador tan anhelado por Israel.
Por esta razón, el Señor se le apareció a Moisés en una zarza ardiente y le dijo:
“9 El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen.
10 Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel”.
A la luz de la historia, sin embargo, podemos ver que el llamado de Dios para Moisés no era solamente desempeñar la labor de libertador sino que él sería el mediador e intercesor entre Dios y el pueblo de Israel.
Un mediador es un intermediario, un mensajero entre dos partes, alguien que está entre contendientes, a veces mediando una disputa.
Esta, precisamente, era la labor de Moisés.
No obstante, él era solamente un prototipo (como muchas de las cosas del Antiguo Testamento) de la posición que ocuparía Cristo cientos de años más tarde en el Nuevo Testamento.
Así como Moisés estaba entre el pueblo y Dios, de la misma manera Cristo, estaría entre Dios y los hombres.
Desde un punto de vista teológico, siempre ha sido necesario que haya un mediador entre Dios y la humanidad.
Por ejemplo, en 1 Timoteo 2:5 el apóstol Pablo declaró lo siguiente:
“Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”.
En síntesis, así como Moisés fue el mediador del antiguo pacto, Cristo es el mediador del nuevo pacto.
Acerca de esto, Hebreos 8:6-7 dice en relación al Señor Jesús lo siguiente:
“6 Pero ahora tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas.
7 Porque si aquel primero hubiera sido sin defecto, ciertamente no se hubiera procurado lugar para el segundo”.
El Señor Jesús vino al mundo también como el Mediador de un pacto mejor, diferente al que Dios había pronunciado en el Sinaí, cuando Moisés estuvo entre Dios y el pueblo de Israel.
El del monte Sinaí era un pacto de obras, pero el del monte Calvario era un pacto de gracia y misericordia.
Con justa razón los versículos 8 y 9 dicen de esta forma:
“8 Porque reprendiéndolos dice: He aquí vienen días, dice el Señor, en que estableceré con la casa de Israel y con la casa de Judá un nuevo pacto;
9 No como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos no permanecieron en mi pacto, y yo me desentendí de ellos, dice el Señor”.
Y añade en el versículo 12:
“Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades”.
Y esto último, es precisamente el punto medular del nuevo pacto:
“La manera en la que Dios borraría las injusticias, los pecados y las iniquidades de su pueblo”.
En el Antiguo Pacto, los pecados eran expiados por medio de sacrificios de animales, pero ¿cómo serían expiados los pecados en el Nuevo Pacto?
¿Cómo podría Dios olvidar la iniquidad y borrar la injusticia de una vez para siempre?
Esta, mis amados, es la pregunta más apasionante de toda la Escritura.
En su encarnación, el Señor Jesús ocupó ciertos oficios propios del Mesías, mismos que nos revelan su identidad.
A decir verdad, en el Antiguo Testamento había tres tipos de mediadores o intercesores entre Dios y el hombre.
Cada uno de ellos era elegido por el Señor para desempeñar una tarea específica y era capacitado por Él, por medio de la unción del Espíritu Santo.
El día de ayer hablamos acerca del primero de estos oficios, el de profeta.
Este desempeñaba la labor de pararse frente a los hombres, teniendo a sus espaldas a Dios, para pronunciar y hablar su mensaje.
No obstante, a diferencia del profeta, existía otro tipo de mediador conocido como “sacerdote”.
Mientras el profeta miraba al pueblo, el sacerdote se paraba mirando hacia Dios, mientras el pueblo permanecía a sus espaldas.
Al igual que el profeta, el sacerdote era un vocero.
Sin embargo, el hablaba a Dios de parte del pueblo.
Su función primordial era la de interceder y orar por el pueblo, mientras miraba en dirección a Dios.
No solo eso, sino que el sacerdote era el encargado de ofrecer sacrificios a Dios a nombre de todo el pueblo.
Él se acercaba al Tabernáculo de reunión, el cual se encontraba en el desierto, cruzaba el lugar Santo y entraba en el lugar Santísimo.
Desde ahí, ofrecía la sangre de los animales, lo que representaba el arrepentimiento y la contricción del pueblo.
No obstante, antes de que el sumo sacerdote pudiera hacer sacrificios por el pueblo, le era necesario presentar sacrificios por su propio pecado.
Su sacrificio, al igual que el del pueblo, tenía que repetirse año tras año.
Por esta razón, existía una necesidad de que el pecado fuera expiado de una vez y para siempre.
Pero nadie podía desempeñar tal hazaña ya que todos en el mundo eran pecadores.
Ni siquiera la persona con la moral más elevada, ni aquella que estuviera mejor preparada académicamente podían realizar tal proeza.
Sin embargo, en Hebreos 10 se encuentra el resumen perfecto de todo lo anterior.
El pasaje comienza de la siguiente manera:
“1 Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan.
2 De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado
3 Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados;
4 porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados”.
De modo que, aquellos sacrificios y ofrendas no pueden perfeccionar nuestra fe ya que no terminan de limpiar el pecado.
¿Quién puede borrar la rebelión, quién puede deshacer el poder del pecado y quién es capaz de retirar la maldición por completo?
La respuesta la encontramos en loa versículos 11 en adelante, donde dice:
“11 Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados;
12 pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios,
13 de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies;
14 porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”.
A diferencia de los sacerdotes del Antiguo Testamento, el Señor Jesús no tuvo ninguna necesidad de ofrecer sacrificio por su pecado, ya que Él fue perfecto y vivió sin pecado.
Además, el sacrificio que Él ofreció, el cual fue su vida misma y su carne, fue una sola vez para siempre.
Por eso, el versículo 10 dice eso:
“En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre”.
Así como Jesucristo es el Profeta fiel de Dios, y a su vez es el mensaje y la Palabra misma de Dios, Él es el Sumo Sacerdote que traspasó los cielos y Él mismo es el sacrificio ofrecido por nuestros pecados.
Mis amados, creer en Jesucristo como Señor y Salvador no es creer en una religión o una teoría.
Es depositar la esperanza en Aquel que sin pecado, entró en la presencia de Dios por todos nosotros, se ofreció a sí mismo y derramó su sangre para limpiar nuestros pecados y borrar nuestras iniquidades.
Debido a esto, aquel que cree en Jesucristo y le recibe como Señor y Salvador personal, puede ser reconciliado con Dios y puede andar en novedad de vida.
Solamente Él, por su sacrificio perfecto, puede ofrecernos una relación correcta con Dios.
Sin Cristo, no somos más que enemigos de Dios y objetos de su ira.
Pero en Cristo, somos reconciliados, amados y recibidos en la casa del Padre.
No solo eso, sino que el Señor nos acompaña en los caminos de esta vida, nos consuela, nos fortalece y comprende nuestras luchas.
Hebreos 4:14-15 dice de esta forma:
“14 Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión.
15 Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”.
Así es, Jesucristo nos comprende; Él tiene empatía por todos nosotros.
Cuando sufrimos, Él está con nosotros; cuando lloramos, Él llora con nosotros; y cuando somos tentados, Él nos ofrece una salida y nos da fuerzas nuevas para enfrentar la adversidad.
Él es nuestro Sumo Sacerdote y continúa su trabajo de Mediador hasta este mismo momento.
Él intercede por nosotros, nos acompaña y nunca nos abandona.
Demos gracias en este día por la maravillosa obra que Él realizó en favor nuestro.

Amén 🙏🏻❤️